¿Puede ser la bici una herramienta de empoderamiento y sanación?
–¿Ya no se siente mal?
–Yo creo que estar en la casa es lo que me enferma.
Treinta minutos atrás, Sara Mejía no paraba de toser y decía tener algo de malestar en el cuerpo. Ahora pedalea la bicicleta como si sus piernas nunca le hubieran rogado que se quedara en cama. Ya no hay huellas del resfriado y Sara está lista para su clase de ciclismo en el Parque Villa del Río de Bogotá.
–¡Vamos, Sarita, que ya lo has hecho antes! –le grita su entrenador para animarla.
Sara no le dice nada, pero una sonrisa de esas que contienen miedo la delata. Se acerca al borde de una especie de colina, que forma un ángulo de 45 grados, frena y resopla. A su izquierda una mujer menuda dice que se siente nerviosa, mientras se acomoda el casco. A su derecha, otra mueve la bicicleta en un gesto desanimado y mira -o admira- a Sara.
Sin pestañear, Sara vuelve a tomar impulso y baja sobre ruedas: una, dos, tres, cuatro, cinco curvas de pasto verde que parecen escalones y que, con su frondosidad, ocultan algunos huecos. Pero Sara no cae en su engaño y llega abajo sin tambalear.
–Ella es una dura –dice una de las compañeras.
Ella, Sara.
Pedalea en subida, sin parar, y llega nuevamente, agitada pero triunfante, a la cima de la pendiente.
–A ver, Sarita, vamos para que nos explique cómo es que se hace –le dice otra de las aprendices.
–¡Huh! -exclama Sara, con una sonrisa amable que acentúa en su rostro las líneas del tiempo vivido.
“Sarita es de las alumnas más juiciosas y dedicadas. No falla a ninguna clase. Siempre está dispuesta a aprender y tiene esa actitud positiva que necesitamos”, dirá su entrenador desde hace un año, Juan David Manrique.
Imagen de Andrés Arias
Quien observa por primera vez a Sara andando en bicicleta no pensaría que tiene 69 años, que solo hace dos años aprendió a montar bicicleta y que la muerte de su madre y de su hermana en algún momento la despojaron de sus ganas de vivir; quien observa a Sara no imaginaría que en el umbral de su dolor, pedalear la salvó. O tal vez sí.
***
Son las seis de la mañana y al frente de la casa de Sara no pasa nada. No pasa gente, ni perros, ni gatos, ni carros. El frío de Bogotá transita solitario por esa calle y no demuestra benevolencia alguna con la gripe de Sara.
Mientras me invita a seguir a su sala, Sara frota sus manos y estira las mangas de su saco de lana roja para cubrir sus brazos lo más que pueda. Tose, se disculpa y me acompaña a recorrer el primer piso de su casa. Sala, cocina, comedor, patio de ropas, todo bien cuidado. No se nota el pasar de los 44 años que Sara ha vivido allí.
Sentada en el sofá naranja de su sala, me cuenta que de niña siempre quiso tener una bicicleta, pero creció en el barrio Santa Lucía y, como ella dice, en esa época “era un lujo que solo se podía dar la gente con platica”. Después se le pasó la vida, las oportunidades, el deseo y pensó que ya no era posible.
–¿Cómo fue ese momento en el que decidió aprender? –pregunto.
Silencio. Los recuerdos parecen llegar con violencia a su memoria y rasgan su serenidad.
–Mi mamá murió y unos tres años después, mi hermana. Mi esposo y yo nos la pasábamos el tiempo completo con ella. La acompañamos a las quimioterapias y estábamos con ella cuando se ponía malita. Entonces, cuando murió, fue durísimo. Todos los muertos son especiales, pero de la familia ella era la persona más sensata –recuerda Sara y el verde oliva de sus ojos se nubla.
La pérdida de sus familiares se había sumado a la llegada de la pensión, un momento para el que Sara no estaba preparada. La empresa Croydon, la empresa de confecciones de una hermana y un conjunto residencial en El Tunal, en el que cumplía la función de administradora, la vieron trabajar hasta el cansancio. Cuando esa etapa de su vida culminó, Sara pensó que había perdido su propósito. Se sentía inútil.
Después de la muerte de su hermana, Sara fue a pasar unos días a Medellín con su hija Carol Andrea. Ella le decía todos los días: “Mami, usted puede. Salga, camine un ratico, así no tenga ganas”. Sara no quería. Le pesaba la vida, pero se obligaba.
Imagen de Andrés Arias
Regresó a Bogotá con el hábito de caminar y trotar. Ya no se hundía en sí. En uno de sus recorridos por el Parque Timiza, vio unas bicicletas parqueadas junto a un container naranja en el que se leía “Escuela de la Bici”. Se acercó y preguntó. Le contaron que era un proyecto del Instituto de Recreación y Deporte y que el único requisito para inscribirse era no saber nada. Perfecto.
–Llegué tempranito a la primera clase, como me había dicho el muchacho, y me inscribí. La profesora le entregó a cada uno su bici. Me dio un poquito de desconsuelo cuando vi que no tenía pedales, pues la verdad que nunca había visto que enseñaran así. La profesora dijo: “hasta que no tengan destreza, no se les ponen los pedales”.
– ¿Y cómo eran esas clases?
–Tomábamos impulso, levantábamos los pies y dábamos la vuelta –dice Sara, mientras mueve su pie izquierdo hacia adelante y hacia atrás, y pone sus manos en el aire, imitando el agarre de una bicicleta.
¡Cof, cof, cof! Un nuevo ataque de tos. Sara se disculpa y se retira para servirse un vaso con agua.
Cuando se sienta de nuevo en el sofá, me enseña en su celular fotos en las que aparece en una de las clases de bicicleta sin pedales. También me cuenta que se graduó de la primera etapa del curso el 7 de noviembre del 2022. En ese instante, los labios se le arquean hacia arriba y la siempre sonriente Sara regresa.
***
–¿Me espera aquí? Me pongo los tenis y la chaqueta y estoy lista –me dice Sara.
Ya desayunó: fruta y un huevo tibio. Dice que no le gusta comer pesado antes de entrenar.
Tic tac, tic tac. En la ausencia de Sara, un reloj embebido en una caja de madera rellena el silencio del lugar y marca las 6:50 de la mañana. Eso significa que Sara tiene cinco minutos para salir y llegar a tiempo a su clase.
Baja las escaleras con unos tenis grises que sustituyen sus pantuflas de peluche y una chaqueta de tela deportiva que, sin duda alguna, es mucho más apropiada para su clase que el saco tejido que llevaba puesto hace unos minutos. Ya no es la señora resfriada, ahora es la ciclista. Su atuendo lo completa con unos guantes color verde neón que dicen Go Rigo Go. “Me los regaló mi nieto chiquito. No me combinan con nada, pero me gustan porque me los dio él”.
Vuelve a cruzar por la cocina hasta el patio y toma la bicicleta negra que está apoyada en la pared. Fue un obsequio de su esposo y de su hija, pues para pasar al segundo nivel del curso, la Escuela de la Bici 2.0, necesitaba una bicicleta propia. Sueño de niña cumplido.
–¿Alguna vez intentó montarse en las de ellos? -pregunto, mientras señalo las bicicletas que están colgadas en la pared.
–No, me da miedo. Es que yo tengo un problema y es que por lo bajita, mi bicicleta tiene que ser así, de barra caída.
La de Sara es una bicicleta a su medida, no solo por el tamaño, sino porque lleva estampada la palabra Giant y aunque probablemente ella no lo sepa, el nombre le hace honor porque Sara es gigante.
“Ella es un ejemplo; es atrevida, arriesgada. Hace poco fuimos a Salitre a una pista de MTB que es un hueco y ella se lanzó. Yo sí le dije ‘profe, no’, porque me había caído en una parte más plana. En cambio, el profe le dijo, ‘hágale, Sarita’ y ella se mandó”, dirá Marisol Alarcón, una de las compañeras de Sara en la Escuela de la Bici.
Imagen de Andrés Arias
***
–¡Fabio, la clase es ahí atrás, en el parque! –le grita Sara a su esposo, mientras hace una curva perfecta sobre la bicicleta.
–¿Sí vio cómo dio la vuelta? Eso no lo hace cualquiera –me dice Fabio con la mirada puesta en Sara, que ya va unos 15 metros adelante de nosotros.
Fabio Millán –de complexión delgada y espíritu enérgico– es un apasionado de toda la vida por el ciclismo que al ver a Sara sobre ruedas no puede parar de hablar de lo bien que lo hace:
“Uno ve que la mayoría de la gente monta en bicicleta, pero no tiene técnica, no saben mover los cambios o bajarse de la bicicleta. Esta escuela está tecnificando a los ciclistas y uno ve a personas como Sara, que nunca habían montado bicicleta, haciéndolo mucho mejor que gente que lleva años”.
En sus primeros encuentros con la bicicleta, a Sara le costaba hacer las curvas y se caía. Además, las ramas de los árboles le hacían zancadillas y ella no lograba mantener el equilibrio.
“Fue un poquito difícil porque uno no tiene los mismos reflejos que tienen las personas jóvenes. Yo me caía al hacer las curvas y decía: ‘Dios mío, no voy a poder’. También me pasó con las raíces que sacan los árboles, sobre todo porque cuando están húmedas son resbalosas”, me cuenta Sara.
–¿Y ahora es capaz de hacerlo?
–Sí, ya no me da miedo -responde con voz dulce, pero firme.
Alguna vez, cuando Sara sintió que había tocado fondo, alguien le regaló una reflexión impresa sobre la paciencia. En el texto, que está puesto en la esquina derecha del espejo de su cuarto, se lee:
“Si al entrar al capullo, el gusano no entendiera sabiamente el tiempo que le toma prepararse para salir y volar, nunca enfrentaría su bello destino como mariposa”.
Es una paradoja sobre la superación de su dolor, pero también sobre el recorrido de Sara en la bicicleta. Paciencia.
Imagen de Andrés Arias
***
Decía el escritor Mario Benedetti que le gustaba el viento, pues al caminar en contra de él, le borraba cosas; cosas que quería borrar. A Sara Mejía le pasa lo mismo, pero cuando va en la bicicleta. En cada pedaleo ella taja el viento y también su pena. Nada había logrado ese efecto en su vida, ni bordar, ni aquellas novelas históricas, como La Bailarina de Auschwitz, que tanto le gustan y en las que buscó consuelo en las madrugadas de sus desvelos.
–¿Sí ve? Es que para hacer eso uno no puede pensar en nada. El que piensa pierde –me dice orgullosa después de bajar unas cinco veces la colina.
Sara nota el cambio en su vida, lo notan las personas que la rodean.
“Mi esposa era una persona totalmente enferma, no salía, no hacía nada y ella se consideraba vieja. Cuando empezó en la Escuela de la bici su vida cambió. Ahora uno ve a una persona ágil, joven. Ya no es la viejecita”, dirá Fabio.
Antes de conocer la bicicleta, Sara se quejaba de dolor en las rodillas, la cintura, la cabeza, pero el ciclismo la sanó. No es un simple pasatiempo, es un asunto serio. Tanto que ahora Sara sale los fines de semana a montar bicicleta junto a su esposo y es capaz de recorrer 60 kilómetros de Bogotá, de sur a norte y de oriente a occidente.
“Es un recorrido larguito, pero me lo hago. Me he dado cuenta que no soy muy rápida, pero tengo aguante, no me canso rápido. Me ha subido mucho el ánimo que la familia diga: ‘ay, vea que Sara aprendió’, ‘vea que sí pudo’. Eso le sube el ego a uno”, comentará Sara y tal vez no quiera referirse al ego, sino a la autoestima. Como sea, la bicicleta la hace feliz.
Al terminar la clase y antes de que vuelva a subirse en la bicicleta para regresar a casa, le pregunto:
–¿Cuánto más va a pedalear?
–Hasta que mi diosito me de licencia.
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